Formaban un extraño trío y leía la curiosidad en muchas caras cuando entraba con los dos en algún local donde la conocían. Edades distintas, estilos distintos…

Aunque nada tenía que ver con el ambiente festivo de los inicios, perduraba la estela de desenvuelta alegría que marcara los primeros años de conversación. Al principio eran más, quedaban para comer de vez en cuando, para echarse unas risas en medio del «ya tú sabes» y el «que te voy a contar» pero, en el fondo, los tres habían tenido siempre una especial afinidad.

Durante mucho tiempo, el grupo había sido su refugio, un respiro que la salvaba de lo anodino y le permitía recuperar fuerza. Breves intercambios en los que, al parecer, ella aportaba un dinamismo del que no era consciente, pero ellos parecían apreciar. Siempre la habían aceptado con cariño, incluso cuando se colaba en el vino de mediodía en que los compañeros de trabajo se sacudían el polvo de la rutina. Dejaba sus agobios en la puerta del bar y se dejaba querer…

Hablaban de todo y de nada. En realidad ella se había dejado instalar en su conversación así que aprendió a quererlos en su día a día salpicado de exceso de aburrimiento y observaciones machistas. En medio de las galanterías, las atenciones y los piropos, sabía que la consideraban “uno más”.

Por el medio habían ido compartiendo al vuelo sus respectivas estelas de amor y desamor, sus pequeños grandes proyectos, su anecdotario vital. Seguían hablando de trabajo, de política… pero había algo nuevo, un tema que, invariablemente, ahora se colaba en cada conversación tejiendo una profundidad que no dejaba de sorprenderla: los hijos.

La última conversación, entre cervezas y gente “demasiado joven” le daba mucho que pensar. La consideraban una triunfadora. Siempre había tenido su respeto profesional pero ahora, su rol de padres les hacía ensalzar su faceta de madre. “Tú has tenido la suerte de no encontrar una buena pareja porque te has impuesto a todo y a todos para ser tú misma”.

Intentó decir que el día tiene veinticuatro horas, que siempre se renuncia a algo, que a veces no hay tiempo ni para soñar… Pero no fue posible. Se dio cuenta que aceptar esa idealización era el precio a pagar por el cariño y las confidencias que compartían.

Publicación original: enPalabras

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