La taladradora había empezado con retraso, lo habitual era a las ocho y cuarto de la mañana pero hoy tardaron bastante más. Durante un rato, convencida de que sus plegarias habían sido escuchadas, alargó el tiempo en cama y cerró de nuevo los ojos. A fin de cuentas estaba de vacaciones.

Se acordó de sus primeras noches en esa casa, del silencio del edificio, de su calidez… Y sonrió al recordar la mañana en que la vecina les llamó la atención por tener la radio puesta… ¡a las nueve menos cuarto! Ahora se llevaban bien pero aquel no había sido un buen principio, a fin de cuentas, sus hijos marchaban a esa hora para el colegio.

Lo cierto es que este mundo loco tenía horarios sin sentido. Imposible hacer compras antes de las diez, pero ahí estaban las obras, taladrando cerebros y sueños a horas indecentes.

Pero la falsa tregua duró poco, el ruido perforó el aire siguiendo su extraño ritual: cinco minutos y parada. Se levantó y se acercó a la ventana. Llevaban ya un mes y poco habían avanzado, el terreno limpio y poco más. Solo había dos máquinas, si seguían así el martirio se haría eterno.

Dejó resbalar los ojos hacia el horizonte pensando cuanto tiempo le quedaría para disfrutar de esa vista tan particular. El nuevo edificio cogería la altura del más alto, sin duda, así que ya no podría escaparse a las nubes con las gaviotas que normalmente la acompañaban cuando estaba ante el ordenador. En realidad la vivienda hacía esquina y le sobraban ventanas desde las que disfrutar. Y esta intensidad de luz tras la pantalla… sus ojos agradecerían un cambio.

Lo cierto es que poco se iba a enterar, las vacaciones eran cortas y su horario de trabajo interminable. Pero el asqueroso polvillo y desayunar con ese sonido infernal… Bastante tenía con acallar su propio ruido interno.

Publicación original: enPalabras

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