Para poder enseñar

Dando por hecho nuestra calidad de expertos en algo, está de moda acogernos al “aprender haciendo”, aunque en muchos casos sólo se ha cambiado la etiqueta porque la realidad suena más a “yo te enseño mientras tú haces”.

Por un lado sabemos que el proceso de aprendizaje es una actividad individual que se desarrolla en un contexto social y cultural y que siempre conlleva un cambio en la organización funcional del cerebro y, por otro, que el tiempo del conocimiento como tesoro de transmisión intergeneracional, ha pasado a la historia.

Pero para que los conceptos pierdan su rigidez es necesario conectarlos con las emociones, y el significado de aprender y enseñar sigue inevitablemente ligado a arcaicas estructuras relacionadas con las distintas etapas de la vida: se aprende cuando eres joven, y no sabes, de alguien que es adulto… y sabe mucho.

La rápida evolución de las tecnologías ha contribuido a que el punto de ignorancia nos iguale en la necesidad de puesta al día permanente, e incluso nos ha permitido asumir con una cierta dignidad que nuestros enseñantes sean más (mucho) más jóvenes, pero esto no quiere decir que nuestras estructuras mentales asimilen la profundidad de los cambios que discurren en paralelo.

El aprendizaje es el resultado de la interacción compleja y continua entre el sistema afectivo, el sistema cognitivo y el sistema expresivo, es decir, valoramos la información respecto a nuestra propia estructura, al interés que nos despierta y a la necesidad y/o expectativas que nos genera.

Decir que vamos a aprender haciendo suena bien, pero el problema es que, en muchas organizaciones, esta nueva forma de avanzar en el conocimiento no suele responder a decisiones reflexionadas y compartidas por las personas que van a participar en el proceso, sino tomadas desde la torre. Y en las torres, que suelen ser espacios reducidos, la visión se estrecha porque caben pocas opiniones.

Entre tanto análisis sobre la capacidad y los procesos de aprendizaje, echo de menos la misma atención centrada en quienes los dirigen. Es decir, sobre esa apropiación de la imagen del «adulto» que lo sabe todo y salta desde la torre, aunque sea aplicando nuevos métodos a sus estáticos conocimientos. Pocas veces he sentido que me transmitieran mensajes de otro tipo.

Acostumbrada a aprender por mi cuenta, suelo desentenderme de todo aquello que no sea lo que despierta mi interés procurando no reparar en lo que no me gusta. Pero también es cierto que pocas veces me enfrento a algo realmente nuevo partiendo desde cero así que, como casi todo el mundo, he olvidado las emociones contradictorias que implica el aprendizaje. Y que son distintas para cada persona, sobre todo cuando es algo sobre lo que no se tiene claro a priori el concepto de utilidad.

Compartir implica humildad y reciprocidad pero, en los procesos de aprendizaje, debe empezar por la persona que los dirige. Observar-nos en alguna experiencia nueva es útil, sobre todo para recordar que, como siempre, la diferencia es un valor. Probablemente, no debemos ponernos como modelo al diseñar actuaciones, es bueno recordarlo.

Publicación original: enPalabras

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