Todo el mundo hacía fotos así que, a pesar del pudor que le producía la escena, se había acercado para captar esos ojos que miraban a la nada. Sentía tan fuerte su dolor que no le quedaba sitio para la admiración.

Se enteró después que el espectáculo era un clásico así que para la gente de la ciudad la inmortalidad de su instante se integraba en lo cotidiano. Quienes nos íbamos sumando al nutrido grupo que se iba relevando bajo el sol implacable sólo estábamos de paso.

Sólo ahora, observando la fotografía, podía pararse a apreciar el arte de tanto realismo, la composición, los gestos, los detalles… Se preguntó cuantas horas pasarían allí cada día y sintió el dolor de sus músculos aguantando esa postura infame y la impotencia de sus cerebros coreando la inmovilidad.

Pero no era ese el dolor que le había traspasado, sino el de la inmoral exposición de su intimidad. Petrificados entre lo cotidiano… ni siquiera en uno de esos momentos mágicos que la mente atesora y en los que vamos apoyando nuestra existencia. Esos que elegimos cuando “nos contamos” a la persona querida o el abrazo de ternura con el que dejamos que la piel comunique lo que las palabras no aciertan a contar.

Mirando ahora a los gemelos petrificados se preguntaba si sería posible elegir un solo instante para detener el tiempo y entonces surgió en su mente una frase leída pocas horas antes. Porque, en verdad… basta un solo minuto para hacerte perder la eternidad.

Publicación original: enPalabras

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