«Cabrían al menos dos discos duros como el que llevo en el bolso», pensó, dibujando suavemente el relieve de aquellas letras compactas e insinuantes que parecían proyectar un mensaje confuso a través de su piel. Se detuvo en la curva inferior de la S y la tapa cedió…

La acera se había ido llenando de adolescentes uniformados que taladraban su silencio así que improvisó la foto y cruzó, aprovechando el atasco, sin esperar a que abriera el semáforo. El otro lado de la calle bordeaba la muralla del mercado y estaba casi vacío. Desde allí, la vista destilaba abandono de antiguos esplendores y provincianismo de primera línea. La media distancia le permitía observar toda la hilera de casas, con sus dos plantas de fachadas descuidadas y balconcitos minúsculos, como hechos para ver pasar las horas, para sentir los minutos y los pensamientos, para fundirse en el deseo de la carta esperada…

El relieve dorado en medio de aquella verja opaca seguía brillando mientras conducía de regreso. Sólo aquel sobre cuidadosamente caligrafiado y nada más, como si el correo comercial o la propaganda no se atrevieran con la contundencia del mensaje: CARTAS.

Pensó de nuevo en el disco duro que llevaba en el bolso y recordó que hacía tiempo que no actualizaba la copia de seguridad del correo electrónico. “¿Y para qué?”, se preguntó, “¿para qué guardar el vértigo de esa inmediatez sin huella?” Bajó la ventanilla, relajó la espalda contra el asiento, y dejó que el acelerador se acomodará a esta nueva certeza que empezaba a intuir. «Estaba» un día precioso.

Publicación original: enPalabras

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