Con la tragedia llegan las preguntas, las que estaban y no encontraban camino y las que se añaden a la fragilidad con la que (nos) vamos construyendo. Pero el ritmo de la tragedia se ha vuelto tan global que ya no hay páginas en blanco porque, como decía el padre de la historia científica: “Los tiempos felices en la humanidad son las páginas vacías de la historia”.

Tristemente acostumbrados a contabilizar las muertes en números de muchas cifras, el impacto del Katrina no ha sido de los peores, y sin embargo… las imágenes de Nueva Orleans bajo las aguas quedarán para siempre en el imaginario de los que nos ha sido arrebatado. Pero no fueron los dioses ni el destino, y nadie como David Simon para contar las raíces de la amenaza que se esconde cuando los lugares y sus habitantes brillan con “exceso” de identidad.

Tremé es el nombre del vecindario de Nueva Orleans del que toma el nombre la serie, que arranca cuando la verdadera tragedia ya estaba desplegando su dimensión: la de la dejadez, propia y ajena, y la de los intereses del poder. Porque a tres meses de la catástrofe las aguas se habían retirado pero sus habitantes, los pocos que aún quedaban, seguían sumergidos en la nada.

Simon teje una vez más su telaraña de personajes y tramas para alejarnos del relato pretencioso, deslizando suavemente la crítica a la decadencia de la sociedad estadounidense, pero también a la mirada invasora del turista que todos llevamos dentro.

A través de personajes magníficamente definidos e interpretados va aflorando la corrupción en todos sus niveles, que no es sino pura consecuencia de las miserias que el día a día perdona cuando la vida discurre entre los cauces de lo aceptable: seguros que no aseguran, soluciones que no interesan a ninguna opción política, drogas, excesos…

Pero la tragedia de los muertos y de las pérdidas materiales esconde otra mucho mayor, la del desarraigo. Perdidos en su esencia, en su música, las amenazas del desastre natural se conjugaron con las del abandono y Nueva Orleans enmudeció… por un tiempo. En realidad poco porque cuando el sentimiento es melodía, esperanzas frustraciones y deseo se dan la mano y hacen camino. Y el camino tenía nombre de esperanza: el Mardi Grass.

Es bueno salir de la isla de la negación para recordar que gran parte de la ciudad sigue destrozada (…) y vamos a disfrutar como sabemos, bailar como si no hubiera un mañana, celebrando el Mardi Gras sobre las ruinas de la ciudad de la luna creciente… y hacemos bien, pero es bueno tener esto en cuenta.

Treme no me enamoró como The Wire, pero me ha hecho pensar más. Tal vez se deba a esta triste impotencia que parece haberse instalado en el espíritu de la ciudadanía y que me cuesta aceptar. O tal vez la música, que me ha cautivado con su espíritu guerrero y soñador. Veré la segunda parte, pero no tengo prisa. Todo necesita su tiempo… y su propio ritmo, incluso la tragedia:

Mantener las raíces nos hace fuertes y no cualquier ventarrón puede tumbarnos o ni siquiera hacernos doblar flexiblemente el espinazo, pero el dulce paso del tiempo nos tienta a menudo a olvidar esas raíces y mirar para otro lado pavoneándonos de nuestra disponibilidad y nuestra agilidad para adaptarnos a los vientos dominantes. Es ese pavoneo lo que me hace sentir mal. Quiero hacer como si mis raíces llegaran al centro de la tierra de donde chuparían su savia siempre renovada y como si nada pudiera envenenarlas. Pero, sin embargo, no es el huracán el peligroso sino ese veneno de la complacencia el que acaba tumbándonos (Juan Urrutia).

Publicación original: enPalabras

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