la incapacidad para justificar a los nuevos oponentes

En el imaginario colectivo la filmografía de Chuck Norris es increiblemente extensa y siempre ha encarnado el rol de rudo texano. Esto se debe sobre todo a su refugio en la pequeña pantalla encarnando a Walker, ya que no fue hasta 1988 cuando inauguró este perfil en McQuade, el Lobo Solitario. En realidad Norris estiró el boom de las artes marciales mezclándolas con tramas policiales o bélicas más convencionales como Marcado para Morir, un híbrido rodado en Hong Kong en el que pareciera que se haya podido inspirar Nicolas Winding Refn para cosillas de su Only God Forgives:

En 1986 Norris protagoniza Delta Force, un nuevo hito y, prácticamente, su despedida de una manera de entender el cine de derribo. Es todo lo sencilla que cabe esperar: Un grupo de terroristas libaneses secuestran un avión, y un comando de élite es requerido para poner fin a semejante majadería.

La película es en realidad una conjunción de factores: a la presencia de Norris hay que sumar la de un marchito Lee Marvin, a Menahem Golan en la dirección y guión, y a la Canon apadrinando. Delta Force es la antítesis del cine de arte y ensayo: todo un tratado del error probado. Desde la perspectiva actual, 27 años después, su visionado requiere la mínima dosis de complicidad para saber tomársela con sana alegría, pero en su momento respondía a la perfección a un objetivo muy básico: contentar a una masa de espectadores de videoclub que necesitaba reafirmarse ante la existencia de enemigos naturales y que justificaran un constante estado de alerta. Eso, en 1986, se ve que era sencillo: los terroristas acceden al avión alegremente desde un aeropuerto en el que el principal sistema de seguridad es una miradita capciosa.

norris 1Delta Force está a punto de clausurar toda una larga época de entender un tipo de terror para dar paso a otro nuevo, algo que Spielberg definiría unas cuantas décadas después en Munich: la desaparición progresiva de una amenaza frontal que daría paso a peligros que llegarán sin avisar… aunque siempre hubieran estado presentes.

Si los 70 habían ofrecido un realismo sucio con gran capacidad de convocatoria, en los 80 el hedonismo anterior al crack del 87 fomentó una cierta desidia por parte de los espectadores a tomarse en serio algunos de los grandes problemas del mundo. La guerra fría ya sólo se sostenía en titulares, y cada día los hogares eran, en los motores económicos de occidente, el mejor refugio posible. La intimidad del cine doméstico permitía regodearse tanto con el incipiente mercado pornográfico como con las tesinas de baratillo que en cierto modo ejemplificaron las subproducciones protagonizadas por Norris. El espectador ya no tenía que exponerse a salir a la calle para consumir algún tipo de mensaje ideológico prefabricado, podía hacerlo cómodamente desde su sillón: se había democratizado al fin el acceso a un entretenimiento pensado para engorilar.

Aplicando la ley del péndulo, tras una etapa conservadora era necesario reformular nuevamente la ficción como píldora instructiva. Todas esas historias de acción van progresivamente neutralizando los objetivos de los antagonistas (en La Jungla de Cristal el terrorismo era la excusa para un gran robo). El recién estrenado siglo XXI proporciona el detonante final con el 11-S para que una oleada de matices transformen las ideas alojadas en la ficción: los enemigos son en realidad difusos, y muchas veces se benefician de nuestra propia incapacidad para situarnos en el mundo desde el respeto y la comprensión.

The Newsroom, la última serie de Aaron Sorking, es la muestra perfecta de hasta qué punto la incapacidad para justificar a los nuevos oponentes provoca que tengamos que mirar hacia nuestras propias fronteras para encontrar motivos de conflicto. En este caso Sorking crea un universo protagonizado por un periodista conservador muy preocupado por un grave problema: lo fuertes que se están haciendo los bobos en su país. Recogiendo episodios reales de los asaltos mediáticos y políticos del Tea Party, la serie dibuja un poco sutil escenario en el que el gran riesgo consiste en poder caer en las manos de esos bobos. O sea, en gente falta de conocimiento que pueda llegar a calar en la masa (sus espectadores) hasta el punto de llegar a provocar la toma de decisiones absolutamente catastróficas.

El conocimiento: la nueva gran metralleta de la ficción ideológica

norris 2Si Chuck Norris se hacía con una enorme para matar a los libaneses malos Sorking, el guionista, proporciona conocimientos a sus personajes para que en su lucha puedan situarse sobre sus enemigos. Es, en cierto modo, una evolución pareja a la de la propia guerra: se lanzan menos bombas que secretos envenenados.

En este contexto el conocimiento ya ha pasado a ser un protagonista más en todos los escenarios mediáticos. En realidad no es necesario desarrollar una serie de ficción para darle relevancia, basta con crear una marca sólida (que no de calidad) para poder ofrecer información. Ahora la gente ya no necesita ver a Chuck Norris arreglando conflictos lejanos, tienen la posibilidad de jalear a personas corrientes que por un motivo u otro se hallan en posesión de la verdad, es suficiente con dar voz a la gente informada El mundo roto al que habíamos llegado en los 80 ha terminado derivando en una sociedad desestructurada que ya hace tiempo que perdió el respeto por el valor de la palabra. A día de hoy aquellos que viven descomponiendo y analizando la información se encuentran con que tienen que competir con gente que sólo echa mano de una herramienta básica: su opinión.

Mike Huckabee disputó en 2008 el puesto de candidato presidencial republicano a John McCain, que finalmente saló vencedor. Tal vez uno de los errores de Huckabee fuera, precisamente, contar con Norris en su campaña y a la vieja usanza: advirtiendo y no opinando.

Publicación original: enimaXes

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