La ciudad se ha hecho «global» y los ciudadanos «locales» se sienten expropiados.

Playa de Razor_principios XX

«La ciudad cambia más deprisa que el corazón de sus habitantes» así dijo, aproximadamente, Baudelaire, uno de los más sensibles observadores de la ciudad moderna. Una reflexión que siendo cierta puede llevar a la conclusión que las resistencias al cambio expresan una nostalgia de un tiempo que ya no existe, un «passeismo» (perdón por el galicismo) opuesto al progreso. Sin embargo la ciudad es un espacio que contiene el tiempo y borrar las huellas del mismo es un empobrecimiento colectivo que llevado al límite significa la muerte de la ciudad. La arquitectura sin historia, no integrada a sus entornos, no vitalizada por un uso social intenso y diverso, es un cuerpo inerte, es arquitectura-cementerio (Ingersoll). El corazón, los sentimientos y las emociones de los ciudadanos expresan el flujo vital necesario entre continentes y contenidos de la vida ciudadana. La ciudad existe en la medida que es apropiada por sus habitantes, progresa por la interacción entre personas y grupos distintos que desarrollan algunas pautas y lenguajes comunes, se cohesiona mediante el sentido invisible que aquéllos atribuyen a sus referentes físicos que marcan simbólicamente el territorio.

La homogeneización no es solo física, se instala también en las pautas culturales y las formas de consumo, y también en la transmisión de los miedos y de las incertidumbres. La reacción identitaria, la valorización de la diferencia, la recuperación o la reinvención de la historia y de la cultura «locales» es la inevitable reacción ante la homogeneización global.

Fuente: Un futuro urbano con un corazón antiguo

Publicación original: De Mudanza

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