¿Qué alimenta nuestra discapacidad? ¿Qué tenemos y qué no? Tan relativo y tan insultante a veces. Trazamos una línea y marcamos un punto. El punto que separa la cordura de la locura, la capacidad de la incapacidad, la razón de la sinrazón. ¿Y separa también emoción y cerebro? ¿Nos discapacita esa frontera para reconocernos y valorarnos como humanos diferentes? Parece un misterio. Hemos creado un monstruo, lo hemos alimentado y ahora nos hace sufrir.

Seguro que hubo un esfuerzo. Se intentó y no se logró. Llegó el fracaso. Y las miradas de quienes juzgaban hicieron el resto. De no poder a no ser. Y así serás, de ahora en adelante, incapaz. Porque a fuerza de discapacitar se llega a la estación de destino: la incapacidad. Con letras oscuras, escondidas a la luz del día, esa estación se convierte en el hogar de la infelicidad. La emoción golpeada por la discapacidad.

Pero no siempre el círculo vicioso funciona. Hay momentos y detalles en que se rompe la causalidad. El efecto huye de la causa, se olvida de que hubo un punto primigenio que hizo saltar toda la capacidad por los aires. Y al tiempo que lo olvida, la magia de poder ser y de poder hacer vuelve. A veces a cuentagotas, a veces con estrépito. Pero vuelve. Una mano, una tarea, un movimiento. Una razón por detrás. La sensación de que la capacidad solo estaba aletargada.

Suele ser momento de sonrisas. Sí, los músculos de la cara pactan en secreto devolver felicidad. La capacidad de sonreír, la capacidad de somatizar el poder hacer. En la lista son cientos, miles de tareas las que de repente se pueden desarrollar. Tantas cosas que la capacidad casi parece infinita. La crueldad, sin embargo, resulta de relativizar y escarbar en la búsqueda de ese punto que separa poder y no poder. Ahí, en ese punto imaginario, en ese lugar inventado, es donde nace el dolor. Así que mejor mirar para otro lado y seguir el camino. Como si no estuviera. Y al final acaba por no estar.


Publicación original: Consultor artesano

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