Supongo que cualquier proyecto necesita un norte, algo que sirva para que las personas que lo comparten sientan que saben cuál su lugar y qué las distingue de otros negocios. Es difícil entender una empresa sin las consabidas misión y visión. Y sin olvidar los valores, claro. Las convicciones dan paso a una propuesta que entrega ciertos productos o servicios a unos clientes y lo de hace con un determinado estilo. Sí, supongo que una empresa debe disponer de unos principios hasta cierto punto inquebrantables.

Frente a esta idea aferrada a la fuerza de la convicción propia, hay veces que siento que el mercado (para lo bueno y para lo malo) pone a cada cual en su lugar. Porque no son tanto las declaraciones, sino los hechos. Una serie de carteles colgados en las paredes de las oficinas y los talleres de nuestras empresas pueden contar lo que quieran. Pero, a la hora de la verdad, dependen de lo que se haga realmente. Si son coherentes, perfecto. Si no, puede que se produzca el temido efecto Streisand en su versión dime de qué presumes y te diré de qué careces.

¿Hacemos realmente lo que queremos? Lo pregunto desde el punto de vista estratégico. ¿Hasta dónde una empresa debe dejarse llevar por los vientos más favorables? ¿Y si los vientos no conducen al puerto previsto y arribamos a otro lugar? ¿Cuánto de coherente se puede llegar a ser si acepta esta ley de mercado? Quizá convenga definir más un estilo, un conjunto de líneas rojas que no convendría traspasar, sabiendo que la zozobra de los tiempos actuales va a pedir extraños equilibrismos.

¿Deberíamos explicitar cuánto bamboleo estamos dispuestos a aceptar? La fuerza del viento es una variable que no podemos controlar. Será la que sea. Unas veces más fuerte, otras menos; unas soplando del norte y otras del sur. Y allí, en ese mercado gobernado por una cada vez menos comprensible complejidad dinámica, acontecen hechos difícil de prever. El mercado parecería como esa naturaleza que, a pesar de los vanos intentos de la mano del hombre por modificarla, siempre acaba recuperando su lugar.

Puede que este sea un elemento que haya que tratar explícitamente en las reflexiones estratégicas de las organizaciones hoy en día. Junto al intento irrenunciable de señalar un camino, ¿qué flexibilidad vamos a desplegar para apartarnos de él si soplan mejores vientos para otro tipo de apuestas? Hace poco escribía en torno a cómo seguir (o no) la estrategia. Ahora, después de aquel artículo, voy más allá: ¿deberíamos consensuar los espacios de divergencia que aceptamos alrededor de nuestras convicciones? Ya, parece un pequeño galimatías. Dejarse mecer por las olas es aceptar la fuerza con la que llegan. Pero si las olas nos van desplazando del lugar donde queríamos estar, ¿qué hacer?

No encuentro una solución. Creo que cada cual -y por traslación, cada empresa- debe mirarse hacia dentro y aceptar lo que más va con su forma de ser y estar en este mundo. Quizá la buena noticia es que hay espacio para ambos extremos, el absoluto y el relativo, y todo depende de la forma en que se aborde el mercado. Por mi parte, en los últimos tiempos me siento especialmente a merced de las olas. Y no será porque no repaso qué quiero ser de mayor ?


Publicación oriinal: Consultoría artesana

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