Sorprendente azar
Me pregunto cuantas oportunidades se pierden en el inmediato e inconsciente etiquetado que se produce cuando conoces a alguien al lado de personas que no te entusiasman. Y te das cuenta, claro, de que lo mismo habrán hecho contigo.
Pero a veces el azar, que en este caso se llama Carla, te da la oportunidad de subsanar esos errores. Ir desde Coruña a cenar a Vigo con ocasión del relanzamiento de Empresa y Finanzas como empresa gallega, daba pereza, ¡mucha pereza! Pero nuestra anfitriona, y directora del periódico se lo merecía.
Su otro invitado personal era Luis M. Gurriarán, presidente ejecutivo de la Estación de Montaña de Manzaneda, con quien nunca había tenido la oportunidad de hablar ya que tan sólo habíamos coincidido en círculos, por lo que veo ahora, un tanto «postizos» para ambos.
Nada sabía yo de su vida, ni él de la mía, así que me sorprendió cuando nos habló de su recientemente publicada novela. Como sé que recomendar la propia obra nunca fue fácil, sólo le pedí el título y la editorial, con la idea de intentar hacerle un hueco pronto entre las lecturas de trabajo. Pero este fin de semana leí las dos primeras páginas, algo así como un saludo de presentación, y ya no lo puede soltar.
Ha sido un delicioso paréntesis, por lo que cuenta y por cómo lo cuenta, que «me supo a poco». Albergo la esperanza de que haya una segunda parte.
Y, como broche, me quedo con dos perlas magníficas muy relacionadas con algo que últimamente me ocupa, la transmisión del conocimiento. El protagonista aprende sus conocimientos de medicina de su maestro Levy, quien le hace jurar que los transmitirá porque «no somos dueños de nuestros conocimientos, sino meros portadores».
“La ruta de las estrellas”.
Luis M. Gurriarán
(Capítulo 10: La medicina. Pág. 72)
En una ocasión, contándome Levy detalles acerca de cómo había aprendido el oficio, me hizo jurar que los conocimientos que estaba adquiriendo de su mano no quedarían en mí, sino que los transmitiría al menos a otra persona. Él también se lo había jurado a su maestro y estaba cumpliendo la promesa conmigo. Según me decía, la medicina era un bien precioso para la humanidad y nosotros no éramos dueños de los conocimientos sino meros portadores, por lo que se deberían ampliar continuamente y perpetuarlos a través de otras personas que tuvieran el don preciso para adquirirlos y llevarlos a la práctica honestamente.
(Capítulo 22: Los mercaderes. Pág. 161)
La caravana iba lenta, sobre todo en comparación con mi paso de los días precedentes. Las caballerías iban cargadas y además la mayoría de la gente iba a pié. Me sirvió para despreocuparme del camino y fijarme más en la vegetación, en la mar, en el paisaje. Volver a mi costumbre de recoger todo aquello que la naturaleza ponía a mi alcance y que después podía ser útil para devolver la salud a algún ser desdichado. Cada brote o hierba que recogía le explicaba a Aaron para que servía y se mostraba muy satisfecho de la confianza que depositaba en él. Me decía que era raro que alguno de los médicos con los que había tenido relación confiase sus conocimientos al primero que se le pusiese al lado. Le tuve que explicar que mi maestro me había enseñado que los conocimientos que me había trasladado no eran de mi propiedad, sino que los tenía que poner siempre a disposición de la gente que los necesitase y por eso no me importaba que cualquiera que estuviese a mi lado aprendiese algo de ellos, además de mi promesa de buscar un aprendiz apara que no se llevase la parca mi sabiduría al otro mundo.
¿Se nos habrá olvidado el concepto de sabiduría? Nadie puede poner puertas al viento
Publicación original: enPalabras
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