Rechazando obviedades

Entre tanta recomendación de buenas prácticas, modelos directivos, estilos de liderazgo y demás, hablar del origen de la desconfianza es tomar el camino recto hacia el problema de fondo.

Respondiendo a un comentario, decía Manel que «la intuición es un producto de la experiencia, un servicio que nos ofrece la memoria sin la necesidad de tener que argumentar los porqués«. En la conversación, también surgieron matices y conceptos como la existencia de razones y motivos, la incertidumbre, el miedo o la costumbre de la inmediatez.

Tendemos mas a justificar la (des)confianza que a intentar averiguar la causa del «verdadero disparador de todos los mecanismos», a «anestesiar la incertidumbre» antes que a entenderla o racionalizar sus efectos. Es tan obvio que no admite discusión. Pero no quiero estar de acuerdo.

Se habla mucho de empatizar, de ponerse en el lugar de la otra persona pero seguimos sin saber dialogar y no podremos comprender si seguimos utilizando bolas de cristal en lugar de rejillas de lectura. Es cierto que la experiencia nos brinda un inestimable servicio, pero teniendo en cuenta que se basa en una realidad fuertemente influida por la experiencia acumulada en nuestro entorno, encuentro que hay bastantes motivos para cuestionar(nos).

El concepto de cambiar la oración por pasiva (supongo que se seguirán estudiando estas cosas) sigue siendo muy práctico para enfocar conflictos personales así que me pregunto ¿por qué tienen que confiar en mí las personas con las que trabajo o convivo? ¿Por qué debo esperar implicación? Desde la subjetividad de nuestra percepción, lo habitual, y lo fácil, es argumentar consejos y recomendaciones.

No sé si por circunstancias o por elección, la incertidumbre ha sido siempre una de los principales condimentos en mi vida, así que aprendí a convivir con el miedo poniéndole «nombres» para que no estorbara. Pero tuve que mirarlo de frente y desmenuzarlo porque «el miedo» es algo difuso que te paraliza y en el proceso fui aprendiendo a captar la realidad del mundo como un orden implicado.

Suelo decir que odio a la gente y adoro a las personas pero he necesitado mucha autodisciplina para controlar el exceso de empatía que me incitaba a ser tan considerada con los demás como exigente conmigo misma. Me ha hecho falta un esfuerzo extra para comprender que sólo puedo confiar en las personas que son capaces de explicarme en que consiste esa confianza que me piden y que grado de implicación esperan. Los discursos grandilocuentes me producen sordera.

Reconozco mi tendencia a considerar a todo el mundo bueno hasta que no me demuestre lo contrario, pero me he hecho mucho más precavida. Me gusta defimirme como una optimista existencial: creo que las personas pueden hacer cosas que merezcan la pena, sabiendo al mismo tiempo la gran dificultad para cambiar la naturaleza humana. Es decir, optimista de la voluntad y pesimista de la realidad.

Será por eso que cada vez me gusta más trabajar con quienes tienen que coger el relevo y que, a menudo, te dan agradables sorpresas.

Publicación original: enPalabras

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