No sabía por qué demonios se le había ocurrido enseñar la foto. Sólo quería cambiar de tema, estaba harto de su mierda de rollo político, de sus quejas y de sus bravuconadas. Únicamente la mirada de Juan… pero no, él nunca hablaba mucho, seguro que fue lástima. O ni eso.

Lo peor fue lo de la camarera. La chica ya llevaba un tiempo y los toreaba bien pero hoy se habían pasado. Y él allí, callado, sintiéndose culpable pero mudo, abrasado en la estupidez de años de silencio y mirando hacia la mesa…

Al coger las llaves sintió el dolor de la mano y vio la hinchazón, ya no le serviría de mucho poner hielo. Debía ser tarde, buscó el móvil para mirar la hora y vio los avisos de llamadas. En realidad, apenas se acordaba de lo sucedido porque otras palabras de mar y aire lo inundaban todo: «¡Cómo resiste la vida!» «¡Cómo nos retiene ella!»

Recordaba vagamente el acoso de algunas miradas y la sensación de frío, debió pasar bastante tiempo alli sentado, absorto en la pureza de luz y sombra de aquel rostro con el que, de alguna forma, se sentía identificado. Y fue entonces, mientras no-escuchaba, cuando empezó a entender su canto y comprendió que la eternidad estaba en lo único digno de adoración y entrega total: la Vida en sí.

Le dirían que fue consecuencia del golpe, o que lo había soñado. Después de lo ocurrido con la foto, sabía que no podría contar el secreto de esta sirena que había renunciado a la perfección del silencio eterno para sumergirse en las modulaciones de la voz, en la música de la frase, en el desgaste del tiempo y la incertidumbre de las fronteras.

Y mientras la tarde se deslizaba, el mar se revolvía inquieto intentando comprender la extraña felicidad de esta sirena de cuerpo agotado y sin brillo que intentaba explicar que el amor se bebe por la piel. Y que «los momentos sin nada, sin sucesos ni gestos, son sentidos como inmensidades».

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Hay lecturas que dejan huella en la mente o en el corazón y hay otras que, sencillamente, impregnan cada átomo de nuestro ser. Volver a leer, con casi veinte años de diferencia, La vieja sirena de José Luis Sampedro, me ha dejado tan sin palabras como la primera vez. Ni encontré mi rastro de entonces ni encendió nuevas luces ahora. Sencillamente me perdí de nuevo en una historia de hombres y mujeres que se saben en la frontera y se aceptan porque es ahí, lejos del centro inmóvil, donde respira la Vida.

Publicación original: enPalabras

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