Las emociones tienen sus propios mecanismos, o al menos así se presupone cuando se trabaja el cine de género o se quiere apuntar en una dirección temática a la hora de escribir una historia. Pero en el fondo nada es real, son solo intenciones, la emoción dependerá en última instancia de la mirada, del receptor. Tal vez por eso un funeral es el peor sitio para contar un chiste: puede ser el momento en que haga más gracia, justo lo menos deseable.

Con todo, pensar en el concepto de posibilidad sería atenazar los artefactos narrativos que se disponen a la hora de contar una historia. El objetivo, en caso de existir, tiene que ser claro, y solo a partir de ese punto adquiere sentido el uso (o abuso) de modismos y efectos varios: la finalidad es, en ocasiones, la disculpa para querer contar algo.

Leviathan es una de las películas de moda en los circuitos festivaleros de 2012. Personalmente me enamoré de ella solo con ver este trailer hace bastantes meses:

Para quién tenga apego al mar y a la imagen no podía ser más atractivo, sobre todo teniendo en cuenta que de aquella poco se sabía. Una vez iniciado su camino de proyecciones ya se desvelaba lo conciso de su argumento: la vida en un barco pesquero desde puntos de vista inusuales. A mayores, dos puntos de interés particular: el uso de «microcámaras digitales» (GoPro’s, vaya) para captar lo imposible, y el que tras ella estuviera un organismo tan subyugante y atractivo como el Sensory Ethnography Lab, perteneciente a la universidad de Harvard. Pero con el paso del tiempo, y ante las (entusiastas) reacciones, el interés por verla pasó a convertirse en necesidad al aparecer de manera constante un comentario compartido: parecía una película de terror.

El mar y sus víctimas sigue siendo un fantasma para la civilización actual. En casos extremos, como en el tsunami de Oceanía, un fallo en la transmisión del conocimiento volvió a subrayar su condición de monstruo natural: el olvido generacional de los avisos de este fenómeno posibilitó que muchos habitantes de las islas se pasearan tranquilamente por las extensiones de arena despejada sin caer en la cuenta de que una gran ola volvería a taparla. El simple desconocimiento de la vida asociada a las mareas se convierte en Leviathan en el principal mecanismo del horror: los fantasmas de la oscuridad, los vaivenes, o el crujir de los aparejos se mezclan con el descuartizamiento de las capturas y los chorros de sangre con que se baña la cubierta de esa maquina construida para la masacre.

Ignoro como nace este proyecto en el seno de un organismo dedicado a la antropología, pero intuyo que, más allá de la simple labor de documentación, en la mente de los responsables (directores, productores y quien tuviera que intervenir) estaba otro experimento: evaluar la respuesta del gran público al ver labores convencionales de las que nada sabe a pesar de poder comer pescado gracias a ellas. ¿Existe realmente en Leviathan algo que pueda convertirla en una película de horror? Claro, el simple desconocimiento de lo que sucede en los barcos pesqueros. O incluso peor porque la ya casi extinta costumbre de ver como se procesa el pescado parece haber llevado a pensar a mucha gente que aquello que se vende perfectamente envasado, esterilizado, no ha sangrado previamente, ni ha perdido sus vísceras.

Personalmente, salí de la sala alegrándome de haberla visto, pero considerando que no repetiría. A estas alturas no prometo el segundo punto, pues la sobredosis sensorial que han orquestado realmente se aferra a la memoria. Y no por cuestiones de horror, sino por la experiencia que suponen las claves con las que se establece el relato, ya sean los ángulos imposibles de cámaras que te sitúan tanto en el punto de vista de los marineros o sobrevolando a las propias gaviotas, como por un trabajo de sonido de otro planeta, absolutamente estratosférico, una edición capaz de arroparte en la sala de tal manera que se consigue plenamente lo que, entiendo yo, era el efecto deseado: que te sintieras dentro del cuerpo de la bestia.

Publicación original: enimaXes

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