El mundo, una vez más, ha cambiado de golpe

Roland Emmerich será, algún día, uno de esos personajes a los que se les reconozcan méritos a pesar de que hayan estado siempre ahí. Un tipo capaz de facturar películas que a priori parecen eternas vueltas sobre las mismas ideas argumentales y visuales, pero que superada la sensación de querer llegar más allá consiguen ser artefactos que nacen de la propia necesidad que la sociedad tiene de ver plasmados en pantalla miedos irracionales domesticados. El principal: la destrucción.

En ocasiones, como en 2012, la destrucción DE TODO.

Habría muchos matices que repasar en las películas de este hombre. Empezando por su etapa inicial en Alemania, sableando conceptos de Hollywood (o más cosas, como en El Secreto de Joey), siguiendo con su entrada y asiento en la industria norteamericana. Emmerich juega a la desvergüenza de hacer suyo el discurso de lo patriótico, recoge historias estandarizadas y se las apaña para introducir todo aquello que sabe que encandilará al público que más le interesa: el propio del lugar, el que le permitirá seguir haciendo películas. Pero al mismo tiempo que esto sucede, el bueno de Roland siempre ha sabido jugar con el artificio: Cuando en Mars Attacks! Tim Burton pretendía hacer un ejercicio irónico a partir de la base argumental de Independence Day, estaba cayendo en el error de pensar que algo tan descomunalmente desmadrado lo pudiera hacer alguien sin querer.

El gran valor de Emmerich es el saber ser el purificador de agua de grifo de Hollywood: Si Jean Claude Van Damme lo peta en los videoclubs con series b hiperviolentas, Emmerich hace Soldado Universal; si Braveheart y Salvar al Soldado Ryan evidencian una querencia por la figura del héroe combativo y por Mel Gibson, Emmerich hace El Patriota.

Y decir «hace» y no «dirige» probablemente sea la clave.

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De la existencia Asalto al Poder ni me había enterado, pero ejemplifica tal cantidad de supuestos relativos al despiece de la tendencia que de no ser terriblemente entretenida habría que calificarla como un gran error de la naturaleza, pues el giro de la actualidad desde su estreno en 2013 ha sido tal, que buena parte de los matices que Emmerich y su guionista, James Vanderbilt (responsable de Zodiac), introducen parecen quedarse en elementos más fantasiosos que la propia trama principal:

John Cale (Channing Tatum), un policía del Capitolio, ve rechazada su petición de entrar en el Servicio Secreto para proteger al Presidente de los Estados Unidos James Sawyer (Jamie Foxx). Para no decepcionar a su hija, la lleva a hacer un tour por la Casa Blanca. En ese momento, un comando paramilitar fuertemente armado asalta el edificio. Con el Gobierno de la nación sumido en el caos, Cale intentará salvar al Presidente, a su hija y al país.

En una industria que se caracteriza por buscar la mayor cantidad de público posible (lógicamente), la plasmación de este hilo argumental lleva constantemente a pensar que estas viendo un remedo suavizado de La Jungla de Cristal (al menos de las tres primeras) y de la serie 24. Tatum se encuentra de golpe implicado en una conspiración más grande que la vida, y en realidad no sale por patas únicamente porque su hija, mala suerte, será una de las rehenes. Siendo su rescate lo que más le importa, de paso arreglará el mundo al cargarse una conspiración que quiere eliminar un presidente buenazo para poder seguir expandiendo un Mal con forma de guerra planetaria. A pesar de todo, no hay tacos, las muertes ni llegan a resultar incómodas, y la acción es tan lineal que ni una mísera tortura empaña el blanco discurso destructivo: Es para todos los públicos.

Emmerich y Vanderbilt dejan, entre explosión y disparo, que se cuele aquello que no interesaría a los productores de informativos. El Presidente (negro) sólo anhela la paz, y su mayor lujo consiste en rendirse a la iconografía democrática para reforzarse en sus ideas aunque eso le pueda llevar a no repetir mandato; el policía desea entrar en el Servicio Secreto únicamente para poder presumir ante su hija. Sabemos, por otros momentos de dialogo, que en Oriente Medio, Rusia y China existen posibilidades de que estos acuerdos políticos se produzcan y así el mundo sea mejor y más hermoso. Es un trasfondo en el que el planeta parece ser un mundo de acuarelas, un universo en una suave búsqueda de soluciones en la que ya no existe todo aquello que podía empañar el futuro. En 2013 Al Qaeda ya era historia, y los terrores habían pasado a estar localizados, a ser concretos, a enmarcarse en contextos que parecían poder dar pié al trabajo diplomático. Es en ese punto en el que la conspiración de Asalto al Poder tiene que emplazarse en el centro de todo, en la propia Casa Blanca.

El problema es el tiempo. No el de la película: el de la realidad. Como en Rambo III.

Coleaba la Guerra Fría. La tercera película con John Rambo de protagonista se desarrollaba en Afganistán. Año de estreno: 1988, el mismo en que las propias tropas soviéticas salen de tierras afganas. Lo que tenía que ser alimento ideológico coyuntural no sólo ve truncadas sus intenciones rápidamente (llega a los cines cuando ese enemigo concreto ya no existe), sino que 13 años después se convierte en una carga de vergüenza involuntaria: los mismos talibanes que en la película resistían heroicamente contra los soviéticos pasarían a ser la mayor amenaza que los Estados Unidos habrían conocido en su propio suelo. El nuevo paradigma del miedo que nacía el 11-S había llegado a contar con el beneplácito de la propia industria cultural norteamericana.

De nuevo pasan 13 años. Asalto al Poder mantiene en segunda línea la necesidad de arreglar el mundo a partir de determinados focos que, poco tiempo atrás, habían localizado el Terror Mundial. Lo que en el guión parecía sensato, en el día a día se tuerce: esas revueltas locales que sólo parecían servir de titulares en los informativos pasan a ser una nueva amenaza global a partir del asesinato de James Foley por parte del Estado Islámico.

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Si la realidad volviera a servir de excusa para una secuela de la película, muchos aspectos en el subtexto habrían cambiado. Allí donde Emmerich trataba de resultar positivista, de ofrecer una visión esperanzadora de la marcha mundial, hay ahora un gran vacío. El mundo, una vez más, ha cambiado de golpe, y la ficción, contagiada de la falsa sensación de paz que proporciona el desconocimiento, ya no puede evitar considerar la existencia de dolorosos abcesos. Algo, esto, a lo que precisamente sabían jugar mucho mejor en 24, una serie tachada de reaccionaria desde sus inicios en las que siempre existe una lucha residual por mejorar la realidad a pequeñas escalas. Algo a lo que, en realidad, sabía jugar muy bien el cine de género en décadas pasadas: los dramas reales podían servir de base para dibujar ficciones.

El problema de Asalto al Poder es que la propia realidad ha convertido en ingenua toda la propuesta. Ya no es un entretenimiento blanco y bienintencionado, ha pasado a ser un dulce sueño que se topó de narices con la realidad: que una superproducción políticamente correcta tiene menos poder de convicción que el obsceno despliegue de grabaciones amateurs de matanzas.

A día de hoy tengo la sensación de que, para el grueso de espectadores, los dos protagonistas de la peli serían dos completos imbéciles.

Publicación original: enimaXes

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