Para compartir se ha de poseer primero y eso supone ser consciente de lo que se tiene para poder ofrecerlo y ponerlo en relación. Si uno no es consciente de lo que tiene, poco puede ocurrírsele qué hacer con ello, como, por ejemplo, compartirlo.

Este matiz es especialmente importante en lo que se refiere al conocimiento ya que no necesariamente sabemos lo que sabemos. De hecho, y aunque resulte paradójico, ignoramos gran parte de lo que sabemos, el pensamiento se halla ahí, adentro, moviéndose en el interior de nuestra mente, asistiendo -con más o menos consciencia de ello- a la toma de decisiones continua que acaba siendo nuestra jornada y alimentando las atribuladas y múltiples reflexiones o ensoñaciones que pueblan nuestros días y nuestras noches. Pero pocas veces nos detenemos a averiguar qué sabemos ¿para qué íbamos a hacerlo? Lo sabemos y con esto ya es suficiente para resolver la gran mayoría de los retos que nos plantea el día a día.

El saber es algo difuso, indefinido, sin expresión, extraviable, ajeno a nuestra atención y, por ello, las más de las veces, inconsciente e incontrolable. Para poseerlo, es decir, para convertirlo en algo nítido, controlable, explicito, consciente y gestionable es preciso articular expresamente mecanismos para transformarlo en conocimiento y cualquiera de los mecanismos a los que se acuda para transformar el saber en conocimiento gira, fundamentalmente, en torno a la narración.

De alguna manera no sabemos lo que sabemos hasta que lo sistematizamos en un relato. No es hasta que necesitamos transformar las ideas en palabras o símbolos y las ordenamos en una melodía discursiva que accedemos a lo que pensamos para convertirlo en conocimiento. Como apunta Jorge Wagensberg el conocimiento es “pensamiento simplificado, codificado, listo para salir de la mente y capaz de atravesar la realidad para así tener la opción de tropezarse con otra mente que lo descodifique”, indicando a su vez que este “alguien” puede ser uno mismo ya que “para pensar basta con una mente pero para conocer se necesita como mínimo dos, aunque ambas mentes, la emisora y la receptora, sean la misma mente”.

Así pues, el relato, no es tan sólo un mecanismo para trasladar un pensamiento de una mente a otra sino que es el modo mediante el cual capturamos lo que sabemos y, al adquirir consciencia de ello, aprendemos de nosotros mismos.

Decía al principio de este artículo que, para compartir se ha de poseer primero y, en el caso del conocimiento, esto supone darle una expresión plástica, una melodía de significantes que apunten al concepto que flota de manera imprecisa y etérea en nuestra mente.

La manera más común de hacerlo es mediante la conversación. Roger Bartra en sus estudios sobre la consciencia y los procesos simbólicos nos recuerda que “si no lo explicamos a nadie, jamás sabremos lo que pensamos aunque sepamos qué pensamos”. El componente magnético y de motivación de la conversación, por lo que implica de atención y relación con el otro, es el mecanismo más natural que suelen utilizar las personas para comprimir lo que saben en paquetes de conocimiento. De ahí la importancia de establecer escenarios de relación y la relevancia que tiene actualmente el trabajo colaborativo en la gestión del conocimiento de las organizaciones.

Otro mecanismo es la escritura. Escribir comporta un plus de dificultad que no tiene el conversar. La escritura requiere de un dominio del vocabulario y de una técnica mediante la cual poder suplir la gestualidad, supuestos compartidos, espacios comunes o silencios con significado que normalmente enriquecen y facilitan el discurso oral. Pero no sólo eso, escribir comporta soledad, concentración y recogimiento, todos ellos aspectos que nos confrontan con nosotros mismos, que generan inquietud y de los que, más tarde o más temprano, se suele huir en busca del ruido y de aquel contacto con el entorno que nos hace sentir más seguros.

Escribir no es fácil y no surge de manera tan natural y espontánea como la conversación. La escritura es un mecanismo que requiere de la voluntad y disciplina capaz de remontar todas las resistencias que aparecen tan sólo con pasar del propósito al acto de ponerse a ello.

Pero escribir es el modo más intenso de explicitar el propio pensamiento ya que implica la conversación íntima con uno mismo, en soledad, lejos de la interferencia y de los sesgos que producen la relación, cotejando la alineación de cada palabra con las ideas que se quieren expresar, valorando la adecuación de cada frase, aprendiendo de lo que nos descubre cada línea escrita de aquello que pensamos. Escribir conlleva leerse, corregirse, matizarse y volverse a leer hasta decidir que lo escrito es lo que más se parece a lo que se pretende escribir.

Para la gestión del conocimiento de una organización, escribir es, junto al vídeo relato, una de las maneras más accesibles y potentes de indagar, hacer emerger, capturar y compartir el saber más contextual, el que suele mantenerse a la sombra, el que no recogen los procesos y no se vierte en las conversaciones “colaborativas”, aquel menos utilitario y funcional pero que incide de manera sutil y determinante en las creencias y criterios de las personas afectando de lleno en la opinión y las decisiones que estas toman.

Un tipo de saber que no suele emerger espontáneamente y que peligra de invisibilizarse, hasta perderse, si capturarlo no es un imperativo para las personas en el marco del sistema de gestión del conocimiento de la organización.

En la primera imagen: una turista tomando anotaciones en una cafetería. La fotografía es mía.

En la segunda imagen: Marguerite Duras escribiendo [Jot Down, 2013]


Publicación original: cumClavis

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