Tradicionalmente, el peso del acto comunicativo recae, principalmente en la persona que comunica.
La importancia de elaborar la idea, de encontrar las palabras adecuadas para poder expresarla y de transmitirla de manera ordenada, clara y elocuente, son considerados, más o menos conscientemente, los pilares fundamentales de la buena comunicación, siendo el receptor poco más que un depósito del mensaje que se quiere emitir o el valedor de la capacidad comunicativa del emisor.
Es muy posible que esta sea la razón por la que el entrenamiento en habilidades comunicativas suela circunscribirse al acto de hablar o de escribir.
Pero, sin quitarle la importancia que tiene a quien comunica y a la necesidad lógica de que, para que haya comunicación debe haber quien quiera compartir su idea y, además, lo haga de manera inteligible, la preponderancia de la persona que habla ha invisibilizado el extraordinario peso que tiene quien escucha y lo decisivo de su papel a lo largo de todo el acto comunicativo.
La intensidad de nuestras conversaciones, la riqueza de nuestros debates o la salud comunicativa de nuestras reuniones se debe, en gran parte a la calidad de la escucha de las personas que intervienen en ellas.
La calidad de la escucha viene dada, generalmente por la capacidad y por la voluntad de escuchar, ya que, tanto o más importante es querer transmitir una idea como que haya alguien, al otro lado, que quiera conocerla y que sepa apartar la atención del discurrir de sus propios pensamientos para abrirse contemplativamente a lo que otra persona trata de transmitir.
Querer escuchar es muy importante y demasiadas veces suele darse por sentado cuando no suele ser tan obvio como parece.
El propósito competitivo de las interacciones humanas, la prisa por concluir y llegar pronto a cualquier parte, el sesgo con el que se aborda cualquier realidad o la importancia que hoy en día tiene la propia marca y hacerse oír, son algunos de los determinantes por los que quien debiera escuchar, a menudo se debata por no ahogarse en su impaciencia por hablar, de por cierto lo que el filtro sesgado de su percepción le ofrece o dedique el tiempo [en el que debiera escuchar] a construir mentalmente contra argumentos a lo que sea que se le pueda decir.
Hablar con alguien que se mantenga en una actitud, receptiva y neutra, que espere paciente y de tiempo a seleccionar las ideas para poder hilarlas en una melodía que responda a lo que se quiere expresar no es tan común.
Una escucha atenta que haga sentirse a gusto y acompañado en el proceso de construcción del discurso o, por el contrario, una escucha defectuosa que muestre dudas cuestione o ningunee puede determinar un cambio en el propósito de la comunicación y en la relación entre las personas.
Gran parte de la incomodidad y del desgaste que padecen muchas relaciones interpersonales en el seno de las organizaciones [y fuera de ellas] se debe, sin lugar a duda, a la forma en cómo se comunican, ya sea porque se utiliza una forma de hablar poco consciente, impositiva o agria o porque la escucha es defectuosa o inexistente.
Las micro agresiones que impactan diariamente en las personas mientras se comunican, ya sea hablándose o no escuchándose, generan a su vez, micro frustraciones que acaban siendo los determinantes principales de la agresividad y la falta de sintonía interpersonal que amarga muchas existencias.
Otro aspecto clave que subraya la importancia de la escucha en la comunicación entre personas, es su componente adivinatorio o empático, me explico:
Continuamente se afirma que el saber se convierte en conocimiento cuando se hace explícito, que es hablando [o escribiendo] cómo llegamos a conocer lo que sabemos, aunque sea manteniendo un diálogo con nosotros mismos.
Pero a esta afirmación tan interesante para distinguir entre saber y conocimiento o para comprender cómo aprendemos continuamente de nosotros mismos, hay que añadir que una persona es más o menos capaz de traducir en palabras lo que piensa en función del nivel de lenguaje en el que se maneje, de la riqueza de vocabulario que posea o de su habilidad para desenvolverse en diferentes registros lingüísticos y aún así, es muy probable que nunca llegue a recrear exactamente con palabras aquello que quiere decir.
Lo que se dice es un esbozo más o menos detallado de la idea que se quiere trasmitir y lo que realmente se quiere comunicar depende en gran medida de la capacidad empática de quien escucha, es decir, de su capacidad para formular una teoría sobre lo que se le está intentando comunicar. Quizás sea debido a esto por lo que salpicamos continuamente nuestros diálogos con intervenciones del tipo: “no sé si me explico”, “¿me entiendes?” por parte de la persona que emite o “creo que se lo que me quieres decir” por parte de quien escucha.
Comunicar es, por tanto, un «pinta y colorea» en manos de quien escucha, de ahí la importancia de prestar una atención plena, disminuir en la medida de lo posible el sesgo de los propios prejuicios e instalarse mentalmente en el lugar del otro, algo que parece muy complicado pero que, a menudo, hacemos de manera instintintiva en aquellas conversaciones que mantenemos con personas con las que nos encontramos a gusto.
Sólo se trata, entonces, de ser conscientes de ello, gobernarlo y ponerlo al servicio de nuestras organizaciones y al de la salud y el bienestar de las personas que trabajan en ellas.
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La primera imagen es de Joseph Scheurenberg (German, 1846-1914): A shared Moment.
La segunda es un detalle de la obra de Daniel Ridgway Knight (1839 – 1924) Après un dejeuner, bords de la Seine.
Publicación original: [cumClavis]