“La inteligencia artificial será la versión definitiva de Google. El motor de búsqueda definitivo que entendería todo en la web. Entendería exactamente lo que quieres, y te daría lo correcto. No estamos cerca de hacer eso ahora. Sin embargo, podemos acercarnos cada vez más a eso, y eso es básicamente en lo que trabajamos.” (Larry Page, cofundador de Google)

El marketing digital avanza a tales velocidades que los profesionales del sector nos vemos en la obligación de estar constantemente formándonos. Para que te hagas una idea, el algoritmo de Google cambia unas 500 veces al año, con lo que, según terminas un curso, mucho de lo aprendido probablemente ya no sea válido.

Pues bien, en uno de los recientes cursos que realicé sobre posicionamiento en internet, más allá de los conceptos tecnológicos, me he quedado con una idea que me lleva a la cita que encabeza este post. Google ya no se limita a las palabras que tú introduces en su buscador, sino que se ha vuelto “semántico”, es capaz de entender lo que quieres encontrar, e incluso adelantarse a tus deseos.

Recientemente, hablando con mi prima respecto a las escuchas de Google –ya sabes: estás hablando de coches un buen rato con una amiga, y después no paras de ver publicidad de vehículos en tu Smartphone–, me decía: “Es que a veces, sin hablar, sabe lo que estoy pensando porque me aparecen anuncios sobre eso”.

Efectivamente, mi prima no anda desencaminada. Cuando el año pasado se presentó el nuevo algoritmo de Google, conocido por sus siglas MUM (Multitask United Model, o Modelo Único Multitarea), ya tuvimos algunas pistas de lo que será –ya está siendo– una implantación progresiva de esta “inteligencia artificial”.

“Máquinas” más “humanas”

Dado que es muy complejo de explicar –te diré nada más que es mil veces más poderoso que el algoritmo anterior–, me voy a centrar en un aspecto: MUM es una evolución brutal de la llamada tecnología LaMDA de Google, diseñada para mantener diálogos “más humanos” con las personas. De esta forma, LaMDA no se fija en las palabras, sino en la relación entre éstas, en la sintaxis. Y MUM da un paso más y se enfocará, como ya señalé antes, en el significado… En las ideas. En los deseos.

Si con LaMDA, Google es capaz de predecir, en un diálogo, qué vas a preguntar o a escribir después, con MUM adivinará qué quieres. Es un salto de gigante. Y, por supuesto, da muchísimo vértigo.

Te propongo un experimento. Busca en Google en tu teléfono cualquier cosa, mediante una oración o pregunta. Después, pídele a otra persona que se encuentre en la misma ubicación que tú que busque en Google exactamente la misma frase. Y comprueba ambos móviles. Estoy totalmente segura de que los resultados no serán 100% coincidentes. Hace unos años, cuando Google “sólo” leía palabras, sí lo eran.

El algoritmo recopila tus gustos, tus intereses, y –aquí viene lo bueno– se anticipa a lo que querrás después. Por eso, mi prima veía lo que estaba pensando: porque ella es una persona ubicada en tal lugar, atraída por esto y esto otro, y que en el pasado ha buscado tal o cual concepto… Así que lo siguiente que le interesará será… lo que te muestra Google. Ya no sólo porque “otras personas como tú” lo han hecho antes, sino porque es capaz de relacionar los conceptos.

Quizás con un ejemplo se entienda mejor. Me gusta el arte. Y he buscado en Google en varias ocasiones pintores impresionistas. Además, soy una cinéfila empedernida y visito muchas veces webs de cine. Entonces, una plataforma saca una serie sobre la vida de Matisse. Y, antes de que yo busque absolutamente nada, o hable con nadie de la serie, me empieza a salir el anuncio de su lanzamiento en diversas webs. Google sabe lo que quiero… y lo que pienso.

Pero… ¿sabe Google quién soy?

Con todos estos avances en la IA, surge la psicosis de sentirnos espiados. ¿Qué hay de cierto en esto? La respuesta es compleja. Pero voy a tratar de explicar lo que hago yo, legalmente, en mi trabajo.

Cuando diseño una campaña publicitaria, puedo segmentar el público al que va dirigido por muchos criterios, que sería complejo de explicar aquí. Por simplificarlo mucho, puedo, por ejemplo, dirigir un anuncio a personas interesadas en tecnología, que tengan entre 18 y 35 años, que vivan en A Coruña y un radio de 30 km, y que tengan estudios superiores. Mi publicidad sólo se mostrará a quienes cumplan ese perfil. Y obtendré los datos de cuántas de esas personas vieron mi anuncio, cuántas “hicieron clic”, desde dónde, a qué hora, e incluso desde qué tipo de dispositivo. Pero lo que nunca voy a saber es que ese clic que hizo una persona a las 18:30 desde Culleredo es Ana García, aunque puedo hacer que ese anuncio vuelva a salirle a Ana García la próxima vez que se conecte. Pero no sabré quién es Ana García: sabré que existe una persona, pero no su identidad.

¿Dónde está el peligro? En el mercado extraoficial de compraventa de datos personales. Extraoficial por decirlo de alguna manera, porque es ilegal, tanto en nuestra legislación como en la de otros países europeos. Pero no sólo existe –¿quién no ha leído noticias de filtraciones de datos y multas a Google, Facebook y otros gigantes tecnológicos? –, sino que resulta de lo más atractivo para las grandes multinacionales.

Sinceramente, yo no vivo con miedo. Aunque sí aconsejo adoptar ciertas precauciones, por ejemplo, a la hora de aceptar cookies en determinadas webs no muy fiables, o cuando descargo alguna App en mi móvil, gratuita, pero con mucha publicidad.

En definitiva, diríamos que Google, además de saber qué pienso y qué deseo, podría saber quién soy, pero, al menos legalmente, las “personas detrás de la máquina” no conocerán mi identidad.

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