La vida privada del poder

Ante la situación actual, tan inimaginable como apocalíptica y compleja, hay que esforzarse por entender esa otra pandemia de irracionalidad y esquemas arcaicos que nos envuelve. Pero incluso más allá de los errores, por acción u omisión, y la generalizada incompetencia política, lo que más asusta es ese mantra que no cesa sobre “regresar a la normalidad”. Como si se tratara de mantener la respiración bajo el agua para volver a una superficie que queremos recordar en calma y amigable.

Instalados en los nuevos “felices veinte” y embriagados de innovación, descubrimos con estupefacción que la mente anhela lo que tenía y que lo nuevo nos asusta. Y en medio de este desconcierto recupero las anotaciones que utilicé en otro proyecto, para usarlas a modo de rejilla de lectura.

Las tensiones entre lo político y lo económico, entre una concepción aristocrática de la política y las realidades del capitalismo moderno, son un leitmotiv de la tradición conservadora en Europa y Estados Unidos. En el libro La mente reaccionaria, de Coren Robin, la palabra “reaccionaria” se refiere a que «la mente reacciona», por eso la clave está en entender la dinámica a la que el autor se refiere como el «Manual básico» para entender el porqué y el qué de la “reacción”.

Pero para entender lo que las elites (políticas y/o económicas) intentan proteger, hay que bucear hasta “la vida privada del poder”. Y eso implica conocer:

  • Cómo funcionan sus contrarrevoluciones a través de una reconfiguración de lo viejo y de préstamos de lo nuevo (especialmente de la izquierda, pero también de los movimientos y procesos colaborativos que surgen de la ciudadanía)
  • Cómo se combina elitismo y populismo convirtiendo el privilegio en algo popular
  • En qué consiste la centralidad de la violencia en sus medios y fines

La mente reaccionaria: Anotaciones y subrayados

Desde que empezó la era moderna, los hombres y las mujeres que estaban en posiciones subordinadas se han manifestado contra sus superiores en el Estado, la Iglesia, el lugar de trabajo y otras instituciones jerárquicas. Se han unido bajo banderas diferentes -el movimiento obrero, el feminismo, el abolicionismo, el socialismo- y han gritado eslóganes distintos: libertad, igualdad, derechos, democracia, revolución. En prácticamente todos los casos sus superiores han ofrecido resistencia, de forma violenta y no violenta, legal e ilegal, de modo abierto y encubierto. Estos avances y repliegues de la democracia conforman la historia de la política moderna, o al menos una de sus historias.

Este libro trata de la segunda mitad de la historia, del repliegue: las maniobras y las ideas políticas —llamadas conservadoras, reaccionarias, revanchistas, contrarrevolucionarias— que crecen de él y lo originan. Estas ideas, que ocupan el lado derecho del espectro político, se forjan en la batalla. Siempre ha sido así, al menos desde que emergieron por primera vez como ideologías formales durante la Revolución francesa. Las batallas de las que surgen no son entre naciones, sino entre grupos sociales, o, en términos generales, entre aquellos que tienen más poder y aquellos que tienen menos. Para entender esas ideas, tenemos que entender la historia.

Porque eso es lo que es el conservadurismo: una meditación, así como una versión teórica, sobre la experiencia de tener el poder, verlo amenazado e intentar recuperarlo de nuevo.

A pesar de las diferencias reales que existen entre ellos, los trabajadores de una fábrica se parecen a las secretarias de una oficina, a los campesinos de una finca, a los esclavos de una plantación —incluso a las mujeres en el matrimonio— en que todos ellos viven y trabajan en condiciones de poder desigual. Se someten y obedecen en atención a las exigencias de sus gerentes y sus amos, sus maridos y sus señores. Son disciplinados y castigados. Hacen mucho y reciben poco. A veces su suerte es libremente elegida —los trabajadores firman contratos con sus empleadores, las esposas con sus maridos—, pero su vinculación pocas veces lo es. ¿Qué contrato, después de todo, podría detallar los entresijos, los dolores diarios y el sufrimiento continuado de un trabajo o un matrimonio?

A lo largo de la historia de los Estados Unidos, el contrato ha servido a menudo como conducto para una coerción y restricción imprevistas, en particular en instituciones como el lugar de trabajo y la familia, donde los hombres y mujeres pasan una gran parte de su vida. Los jueces, favorables a los intereses de los empleadores y los maridos, han interpretado que los contratos de trabajo y matrimonio contenían toda clase de cláusulas no escritas de servidumbre que tanto las esposas como los trabajadores consentían tácitamente, aunque no tuvieran conocimiento de ellas o hubieran deseado estipularlas de otro modo.

Si una mujer (o un hombre) intentaba incluir en el contrato matrimonial el requisito del consentimiento explícito para que hubiera sexo, los jueces estaban legalmente obligados a ignorar o invalidar esa petición. El consentimiento implícito era un rasgo estructural del contrato que ninguna de las partes podía alterar.

Una dinámica similar funcionaba en los contratos de trabajo: los trabajadores aceptaban ser contratados por sus empleadores, pero hasta el siglo XX ese consentimiento abarcaba, según los jueces, condiciones de servidumbre implícitas e irrevocables; además, la opción de abandonar el puesto era mucho menos accesible, tanto en términos legales como prácticos, de lo que se podía pensar.

De vez en cuando, sin embargo, los subordinados de este mundo discuten su destino. Protestan por sus condiciones, escriben cartas y peticiones, se unen a movimientos y plantean exigencias. Sus objetivos pueden ser mínimos y discretos —mejores normas de seguridad para las máquinas de las fábricas, poner fin a la violación dentro del matrimonio—, pero al plantearlos elevan el espectro de un cambio más fundamental en el poder. Dejan de ser sirvientes o suplicantes para convertirse en agentes que hablan y actúan en su propio nombre.

Más que las propias reformas, es la asunción de un papel activo por parte de la clase sometida -la aparición de una voz de protesta insistente e independiente- lo que molesta a sus superiores.

(…) Bien entrado el siglo XX, los jueces denunciaron a los trabajadores sindicados por formular sus propias definiciones de los derechos y recopilar su propio registro de reglas de las fábricas. Estos trabajadores, señalaba una corte federal, se veían como “exponentes de una ley más elevada que la que […] administran los tribunales. Según declaró el Tribunal Supremo, estaban ejerciendo “poderes que sólo pertenecen al gobierno”, constituyéndose como “un tribunal autodesignado” de ley y orden.

El conservadurismo es la voz teórica de este ánimo contra la capacidad de acción de las clases subordinadas. Es el encargado de aportar un argumentario consistente y profundo que justifique por qué no se debería permitir que los estamentos más bajos ejerzan su voluntad independientemente, por qué no se les debería permitir gobernarse a sí mismos ni dirigir la comunidad política. La sumisión es su primer deber; la capacidad de acción es una prerrogativa de la elite.

Aunque se afirma a menudo que la izquierda defiende la igualdad y la derecha la libertad, esta noción plantea mal el verdadero desacuerdo entre la una y la otra. Históricamente, los conservadores han favorecido la libertad para las clases más elevadas y restricciones para los estamentos más bajos. Lo que al conservador le desagrada de la igualdad, en otras palabras, no es que amenace la libertad, sino que esta se extienda. Porque en esa extensión se ve una pérdida de su propia libertad. “Todos estamos de acuerdo con respecto a nuestra propia libertad”, declaró Samuel Johnson. “Pero no estamos de acuerdo con respecto a la libertad de los demás: cuando nosotros la conseguimos, otros la deben perder en la misma proporción. Creo que no tenemos muchos deseos de que la masa tenga la libertad de gobernarnos”.

(…) Para el conservador, la igualdad entraña algo más que una redistribución de recursos, oportunidades y resultados, aunque eso también le desagrada. Lo que la igualdad significa en último término es la rotación en el poder.

(…) Los políticos y los partidos hablan de constitución y enmiendas, de derechos naturales y privilegios heredados. Pero el tema real de sus deliberaciones es la vida privada del poder. Este es el secreto de las oposiciones a la igualdad de la mujer en el Estado”, escribió Elizabeth Cady Stanton. “Los hombres no están preparados para reconocerlo en casa”.


Publicación original: enPalabras

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2 Comments

  1. “¿Qué contrato, después de todo, podría detallar los entresijos, los dolores diarios y el sufrimiento continuado de un trabajo o un matrimonio?
    Lo que al conservador le desagrada de la igualdad, en otras palabras, no es que amenace la libertad, sino que esta se extienda. Porque en esa extensión se ve una pérdida de su propia libertad.”

    Què buena reflexión y qué magnífico apunte, Isa!!!

    Por mi parte decepcionado y perezoso por la vuelta a esa nuevantigua normalidad, con la oportunidad que teníamos de darle un vuelco a muchas cosas…

    1. Hola Manel!
      Sí, da pereza, yo estoy por recuperar las partes de la normalidad que merecían la pena y desentenderme (en la medida de lo posible) del contexto. Para mí una de esas normalidades antiguas era escribir, y a esa intento volver, sea comentando en los blogs amigos 😉 o escribiendo en los nuestros.

      Parece que hay que optar por la resistencia para no ser absorbidos por la mente reaccionaria que no solo no cesa sino que se expande.

      Un abrazo 🙂

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