No todo son conversaciones, al menos para mí. De hecho, en mí día a día, lo que menos abunda son las conversaciones.
Puede darse el caso de hablar con una multitud de personas durante una jornada y que ninguno de estos intercambios haya sido realmente una conversación. Y quien dice una jornada, dice días o semanas.
Con esto no quiero decir que estos diálogos, discusiones, debates, negociaciones, puestas al día o lo que sea que se esté haciendo cuando no se conversa pero se habla con alguien, sea de poca calidad, negativo o que no valga la pena, no. Simplemente digo que no son conversaciones, que son otra cosa, porque la conversación tiene unos rasgos de identidad que le son propios y la hacen singular y distinta a cualquier otro tipo de intercambio.
Por ejemplo, en una conversación cobra un peso especial la relación, pero no como medio o condición sine qua non a partir del cual poder intercambiar contenidos, sino como un fin en sí misma. Casi podemos decir que no nos relacionamos para conversar sino que conversamos para relacionarnos y este factor hace de la conversación algo absolutamente distinto a cualquier otra modalidad de intercambio verbal donde, normalmente, lo que importa son los contenidos y la utilidad que se les da.
A esto último añadir que el carácter poco utilitario es lo que distingue a las mejores conversaciones, que son aquellas en las que se acaba hablando de muchas cosas, sin perseguir nada más que no sea el de compartir con aquella persona la satisfacción de estar hablando de aquello de lo que apetece hablar y que en definitiva es lo que motiva a cada uno a querer seguir conversando. Porque las conversaciones, las buenas, no terminan sino que se interrumpen.
Toda conversación genera cierto grado de bienestar entre las personas que la comparten y este factor delata y pone de manifiesto algunas de las reglas tácitas que siempre operan en ella, mecanismos que todas y todos conocemos como el respeto y el interés sincero por el otro y por su punto de vista, un conjunto de factores que hacen posible esa danza equilibrada de intervenciones en la que se convierte una conversación de verdad. Porque una cosa es clara, en una conversación se aporta, se escucha y siempre se tiene la absoluta convicción de ser escuchado.
Entre los rasgos más propios que distinguen las conversaciones, no podemos dejar de lado ese componente íntimo que todas tienen, no me refiero a que el tema en torno al cual se conversa deba de ser personal sino a la intimidad que se destila del carácter genuino de las ideas que se exponen. De ahí la privacidad que sugieren, la satisfacción que producen y su poderosa incidencia en tejer relaciones sólidas.
Pero de entre todas las características, la que me lleva a escribir este artículo es la importancia que tiene la conversación como mecanismo para generar conocimiento e ilusión.
De alguna manera no sabemos lo que sabemos hasta que lo relatamos. Parece que no es hasta que transformamos las ideas en palabras y las disponemos en una melodía narrativa que accedemos a lo que sabemos, lo comprendemos y lo convertimos en conocimiento.
Conversar, como escribir, es el marco ideal para construir nuestro conocimiento y una de las mejores oportunidades para aprender de nosotros mismos ya que nos invita a poner en orden nuestras ideas hasta que estas adquieren un sentido y cobran valor como para ser compartidas.
Hasta entonces el saber es algo difuso, indefinido, sin expresión, extraviable, ajeno a nuestra atención y, por ello, las más de las veces, inconsciente e incontrolable. “Sabemos pero no conocemos” y la conversación es uno de los mejores mecanismos que permiten resolver esta disociación, “si no lo explicamos a nadie, jamás sabremos lo que pensamos aunque sepamos qué pensamos”, dice Roger Bartra.
Las características de la conversación a las que me he referido, esto es, la libertad, el bienestar, la confianza, su carácter íntimo y la falta de orientación a un objetivo concreto son clave en ese fluir del saber por el alambique del conocimiento.
Un proceso que además de conveniente es aconsejable y, me atrevo a decir, necesario para descongestionar la mente, eliminar ruido y “liberar espacio”, una expresión que trasciende su carácter metafórico ya que es por todas y todos conocida la sensación de agilidad y liberación mental que se obtiene de una buena conversación. Como si la elaboración de esta melodía narrativa comprimiese [enzipase] la ideas en paquetes de conocimiento y, en consecuencia, liberase espacio que me he descubierto más de una vez rellenando inmediatamente de ilusión y ganas renovadas de hacer.
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En la fotografía: Bugaderes d’Horta [lavanderas de Horta] Barcelona.
De la pintura: Ron Hicks’s, «Twilight Conversation» [detail]
Publicación original: cumClavis