… ¿y no te lo crees?

Acostumbrados a desconfiar por defecto, todo lo que se presenta como demasiado bueno nos pone a la defensiva y provoca desconcierto. Sobre todo cuando la posibilidad despliega una amplitud tal que, desde nuestro encierro en los escollos del día a día, se nos muestra difícil por falta de definición.

Cuando se habla de la dificultad en la toma de decisiones, nos gusta enumerar las carencias, las limitaciones del sistema o la falta de datos, siempre aspectos externos sobre los que, en apariencia, poco o nada podemos hacer. Incluso cuando fantaseamos con la lotería o el genio de la lámpara, tendemos a enumerar deseos difusos relacionados con lo que creemos que nos limita.

Así, cuando se nos presenta, o nos presentan, la oportunidad de un cambio real, es más que probable que la parálisis se llene de argumentos para (auto)justificar lo que pudo ser y no fue.

Quienes trabajamos en el diseño de proyectos, es decir, de posibilidades, sabemos que la mayor parte de las veces la dificultad radica en dos puntos vitales: en el trabajo de reflexión y en la habilidad a la hora de presentarlo. Porque sabemos que quien nos tiene que escuchar, se ha preparado de antemano para dos situaciones:

  1. Que de verdad lleguemos con la solución mágica que le permitirá regodearse en la inmediatez del brillante resultado de «la decisión»
  2. Que lleguemos cargados de fuegos de artificios disfrazados de elaboradas presentaciones visuales y datos de ensueño que se desmoronan a la primera pregunta

La solución no consiste en la pasión que pongamos en la exposición de la idea, sino en retroceder al principio del proceso para encontrar y subsanar el fallo.

«Lo importante es que, a diferencia de otras maneras más tradicionales donde se prioriza la formulación de los objetivos y se suele empezar con la formulación de la misión, en el enfoque que expongo en este post, el tiempo dedicado a la reflexión viene a suponer el 75% del tiempo total del proyecto y la misión, líneas, objetivos, etc., se elaboran dentro del 25% restante, como destilado cristalino de un proceso de reflexión y de génesis de ilusión denso«.

Tanto si se nos ha pedido trabajar en ese proyecto como si se trata de una propuesta que hemos diseñado por nuestra cuenta, el problema es que las personas u organización a la que nos dirigimos no han participado en el proceso de reflexión. Quienes trabajamos en consultoría hemos de torear constantemente con esta (mala) costumbre de vender y comprar soluciones en lugar de trabajar en construirlas.

Las ideas no surgen por generación espontánea sino tras un proceso de observación y análisis a los que aplicas tus conocimientos y habilidades. Por eso, cuando llega el momento de presentarlo, es imprescindible dejar la prisa a un lado y empezar por el principio, por la realidad actual. Pero, eso sí, con una estrategia bien definida.

Un proyecto es un camino, puede que el definitivo o simplemente el que nos permite avanzar y seguir tomando decisiones. La cuestión es tener claro que el precio de esperar es infinitamente más alto que el coste de los pequeños experimentos. Esto, junto con la posibilidad de que todas las personas implicadas puedan hacer suyo el camino, ha de ser el único objetivo a la hora de preparar la presentación de un proyecto: que el ir podando las ramas negativas para el diseño de la realidad futura sea una ilusión y un trabajo compartido. El resto, solo es trabajo.

En medio de esta reflexión en relación a proyectos de cierto calibre en los que trabajo actualmente, alguien me paso el magnífico Epílogo de El por qué de las cosas en el que aprecia claramente las dos facetas del error que acompaña a las oportunidades de cambio: El de quien lo transmite y la re-acción de quien recibe la propuesta. Imposible no verlo sin una sonrisa.

Publicación original: enPalabras

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